Descripción
En ¡Viva el rey! Monseñor de Segur enfrenta uno de los graves problemas de la revolución: la falta de autoridad, y defiende la monarquía como la mejor forma de gobierno. Si bien es cierto que dicha defensa se concreta en la figura de Enrique V (1830-1883), conocido también como el Conde de Chambord, no es menos cierto que los argumentos utilizados para defender los derechos al trono del rey legítimo de Francia pueden extrapolarse a cualquier situación revolucionaria.
Monseñor de Segur nos recuerda que la política de un gobierno es buena y sabia cuando el mismo se dirige según la verdad y la justicia de las ideas, las aspiraciones, y las fuerzas vivas de la nación. Por el contrario, su política es falsa cuando la dirección que imprime al país no es según la verdad y la justicia. Efectivamente, la bondad y sabiduría de un gobierno se demuestra precisamente en el sometimiento de su acción a la voluntad de Dios pues «¿qué más peligroso para la salvación de las almas que una dirección anticristiana dada por un poder cualquiera a las ideas de una nación, a sus instituciones públicas, a su educación, a sus leyes, a sus costumbres?»
En ¡Viva el rey! se pone de manifiesto que la mejor forma de gobierno es la monarquía, y esta defensa no es simplemente dogmática, sino hija de la experiencia, pues esta hizo comprender a los franceses de mediados del siglo XIX, y nos hace comprender a nosotros ahora, que no es posible edificar sobre las arenas movedizas del principios que uno se forja a sí mismo, y que en la política hay verdades a las que es preciso volver de buen o mal grado si no se quiere ser siempre el juguete o la víctima de la revolución, por lo que como hijos extraviados es necesario volver a la monarquía legítima y tradicional.
Efectivamente la revolución, y los católicos inadvertidos que colaboran con ella, seducida por las ideas de los filósofos disolutos ha rechazado la autoridad de los soberanos legítimos, y ha obligado a los pueblos a renegar de sus glorioso y religioso pasado para abandonarse al primer advenedizo que se presente como nuevo mesías. En este sentido si observamos la historia de los diferentes países europeos desde la Revolución Francesa de 1789 hasta la actualidad comprobamos como los pueblos se han lanzado a toda suerte de aventuras republicanas, dictatoriales, constitucionales, parlamentarias, democráticas, socialistas, comunistas o fascistas, creyendo encontrar en cada nuevo gobierno, y en cada nuevo sistema, la paz, y hallando en realidad la ruina.
En este sentido Monseñor de Segur nos recuerda que la Francia postrevolucionaria fue castigada por donde había pecado, pues Francia después de haber abandonado su monarquía tradicional, llegó a esos abismos sin nombre en los que se hundieron los desdichados que se dejaron seducir por la revolución, cayendo el pueblo en la ruina y el deshonor. Frente al despotismo y la anarquía revolucionaria el único camino posible para lograr la libertad es la monarquía tradicional, apoyada en el derecho hereditario y consagrada por el tiempo, pues solo esa monarquía puede dar a cualquier país, «con un gobierno regular y estable, esa seguridad de todos los derechos, esa garantía de todos los intereses, ese acuerdo necesario de una autoridad fuerte y de una sabia libertad, que son las más sólidas bases del orden público, y la prenda más segura del bienestar de los pueblos.»
Desde la implantación de las ideas revolucionarias se ha hecho todo lo posible para arrancar de Europa la fe religiosa, y la fe política. Todo se ha puesto en juego para hacerle perder lo que podría llamarse el sentido de la autoridad, es decir, las verdaderas nociones y el amor de la obediencia. La legitimidad es esencialmente una cuestión de principios, y no debe hacerse de ella, como se acostumbra, una cuestión de personas. Un déspota es un hombre que gobierna, manda o prohíbe según su capricho sin tener en cuenta para nada la justicia y el derecho. Un tirano es un déspota cruel, un déspota que no tan solo gobierna arbitrariamente, sino que llega hasta oprimir y quebrantar al pueblo, ante estas realidades Monseñor de Segur se pregunta: «¿qué relación puede haber entre estas dos ideas y la de un rey legítimo, cristiano, amigo del orden y de la felicidad pública, ilustrado y conducido por la ley de Dios, dirigido por las luces de la fe en el recto sentido de la justicia?». Cuanto es de abominable el tipo del tirado y del déspota, tanto el del rey cristiano es noble, simpático y digno de respeto, pues nada es más opuesto al despotismo y a la tiranía que la verdadera monarquía cristiana y tradicional. Monseñor de Segur llega a afirmar que «esta monarquía es el poder más justo, más fuerte, y a la vez el más regulado que sea posible concebir. Pidiéndola sin cesar a Dios y a los hombres, pedimos, no la esclavitud, sino la libertad de nuestra patria. Queremos la autoridad, no el despotismo, la libertad, no la licencia, queremos el reinado de Dios sobre Europa, porque este reinado, olvidando desde tanto tiempo, no es más que el imperio de la verdad, de la paz, del orden y de la verdadera libertad». Frente a la dignidad monárquica la revolución solo es capaz de enfrentar la ciega autocracia del Estado revolucionario, que veja y suprime arbitrariamente lo que no le agrada, sobre todo la libertad católica, madre y protectora de todas las demás libertades.
Es necesario recordar que la monarquía no es tanto un hombre como un principio. Es el principio de un derecho que viene a sustituir la ausencia de todo principio, o lo que es más aún, a todos los principios erróneos, quiméricos, deletéreos, de la soberanía del pueblo y del ateísmo político. Es necesario denunciar a todos los católicos que colaboran con la revolución mediante partidos políticos que se presentan como conservadores y como centristas, pues «la revolución ha llegado a tal punto que no existe al presente medio posible para esos partidos medios, semiverdaderos, semifalsos, que creían poder vivir con algunos restos de verdad sin estar obligados a romper con los principios revolucionarios. En política como en religión esos partidos terceros no son posibles, pues si se quiere el restablecimiento del orden, es preciso quererlo todo entero, no solamente con sus consecuencias, sino también con sus principios, es decir, con el restablecimiento de una monarquía evidentemente legítima, cuyo derecho es indiscutible y superior a los caprichos y a las oscilaciones del pueblo». Conviene escoger: o bien ser hombre de orden con la monarquía legítima, o bien ser francamente revolucionario. Los mestizos, a quienes se llama los liberales, son revolucionarios ignorándolo, que creen que se puede sacar el orden del desorden, y la autoridad de los principios que la minan de base. Es preciso que escojan: o el Rey, o la revolución, o el derecho o el capricho, o el color blanco, o el rojo. No hay plaza para el tricolor, el cual es forrado de rojo, como lo vemos demasiado desde 1789.
Por ello es necesario la transformación del pueblo, pues en política como en religión, pasar del campo del error al de la verdad no es apostatar, sino convertirse y llenar un verdadero deber de conciencia.